Cuando el Alma y el Cuerpo Estaban
en Armonía con el Universal Concierto
 
 
Luis E. Valcárcel
 
 
 
 
 
 
No fueron los incas señores tiránicos que agobiaban a su pueblo con tareas excesivas.
 
Los grandes caminos, de seiscientas leguas, las fortalezas, los templos, los palacios, las terrazas de cultivo y los acueductos, el encauzamiento de los ríos y la traslación de enormes bloques de granito parecen acusaciones contra el despotismo de los viejos emperadores del Cusco. Amos omnipotentes, despiadados, para nada tomaron en cuenta lo penoso del esfuerzo de sus vasallos – tal dicen quienes poco saben, y con errores y prejuicios reemplazan lo que ignoran.
 
No era el trabajo una maldición ni importaba el esfuerzo doloroso que se asocia a su concepto. Repartíase en justas proporciones: desde el niño hasta el anciano laboraban gozosamente, sin cansancio. Unos pueblos y otros se turnaban entre alegres fiestas; las gentes de un mismo ayllu ayudábanse de buena voluntad en las faenas. Música, danza, libaciones, banquetes públicos, se alternan con el laboreo de la tierra, siembra o cosecha de maíz, entrojamiento [1], regadío. Las flautas y los tamboriles  no sólo marcan el ritmo del trabajo para lo estético sino también el compás del esfuerzo para lo útil.
 
Mientras la escuadra de los que aran con tirapiés avanza por el talud, el canto hombruno concuerda con las voces femeninas que desde el morro entonan la canción fecundadora. El tocador de música es tan importante como el kollana, jefe de las legiones campesinas. Tiene importancia igual el que recoge los frutos de la tierra que el jarawiku, rapsoda de los cantares de la comarca. Útil y bello son indiscernibles; no cesa el trabajo material  para descansar en el ocio calisténico [2].
 
Hilando, tejiendo, sembrando, se canta y se danza. Los millares de alarifes [3] y de obreros que levantan el templo del sol o el fuerte del inca, avanzan en su empresa, culminan su obra, al son de bélicas fanfarrias.
 
No es el pueblo esclavizado sin conciencia y sin libertad, bajo la garra del dominador tiránico, el que forja una  cultura. Harmónica concurrencia de ayllus [4] autónomos, de tribus aliadas y fuertes, en admirable equilibrio, operaron el milagro del Tawantinsuyu, y la sabiduría de sus reyes perfeccionó e hizo invulnerable la organización imperial. Gravitaba el gigantesco edificio sobre este único punto de apoyo: la justa distribución del esfuerzo.
 
La Confianza en el Futuro
 
Por el sistema sobresaliente de su estadística, los incas conocían con exactitud la población del imperio y sus recursos; tierra y hombre, en matemática relación, concurrían al desarrollo del Inkario con fácil movimiento.
 
A cada uno muy poco esfuerzo le tocaba en  suerte. Abastecimientos abundantes en un pueblo de diestros agricultores comunistas eran promesa de bienestar ininterrumpido. Ni malas cosechas, ni crueles catástrofes, podían significar el hambre y la miseria. Estas palabras carecían de sentido en un pueblo que tampoco presentaba el fenómeno injusto de la absorción de la riqueza por unos pocos. Una providente administración de reservas y sobrantes borraba lontananzas sombrías. Ningún pueblo alcanzó formas tan desenvueltas de previsión social.
 
Deparado a la comunidad el destino de los individuos, el porvenir no tenía para ellos trágicas incertidumbres. Era la continuación tranquila de la misma existencia, el paso imperceptible de las generaciones que renuevan la sangre y la historia. El alma colectiva, como una gran llamarada que da su luz y su chispa a cada alma individual, no trasmitía ni sobresaltos ni desesperanzas, segura de sí, consciente de su poder y de su dominio sobre la vida. Bajo el Inkario, floreciendo la cultura que creó Manco, los hombres del Ande poseyeron un sentimiento plácido del vivir, una alegre confianza en su destino, una expansiva sociabilidad con el cosmos.
 
Brota por los poros del arte este íntimo rebosamiento espiritual; y hasta en los instantes más solemnes de su historia aparece el jocundo sentimiento.
 
La religión incaica no está torturada por el temor a dioses implacables. No aparece en su mundo ningún demonio hostil. Tampoco desazona al tawantinsuyano la inquietud del más allá; no tiene, para él, la alucinante perspectiva del premio o del castigo.
 
Norma su conducta según principios tradicionales que interpretan sabiamente a la naturaleza. No alcanza el desenvolverse de su cultura el perihelio en que se plantean los problemas. [5]  Vive sin complicaciones, con su alma unida todavía a la tierra maternal y pródiga que responde a la caricia labriega en el estío generoso y ubérrimo.
 
El sol ilumina – con su luz para todos – desde la cumbre que parece inaccesible hasta el último recodo del laberinto serraniego. Padre sin preferencias, justo y bueno, es paradigma del Estado. El inca también provee la manutención de todas sus criaturas.
 
En vegas sonrientes [6] y campos matizados, en verdeantes llanuras y en frescos  picachos, la naturaleza se extiende sin duros contrastes, amable, humanizada. (El sembrío llega a la cumbre y disputa sus orillas al torrente. El ribazo perfila su geométrica figura, el escalonado de las terrazas. El hombre va transformando en un jardín el agro.) La ausencia del bosque en el lar castizo aleja el misterio, y la tierra parece librada de monstruos.
 
Del panorama campero asciende una bocanada de rusticidad alegre; es el sentimiento plácido que anima y fortalece el incaismo.
 
La Música y la Unidad con el Universo
 
Era la raza quechua un pueblo de agricultores que floreció en los pequeños valles de la cordillera andina. Pacíficos labriegos que formaron un imperio, sabios conquistadores que extendieron sus dominios sin sembrar la muerte y la destrucción, civilizadores por excelencia que incorporaban a su comunidad a las tribus menores, educándolas.
 
Ni en sus leyes políticas ni en sus normas religiosas se percibe la intención opresora o el designio cruel. Dulces de carácter, suaves en sus costumbres, tranquilos en su existencia, los usos inhumanos desaparecen a su contacto: ni sacrificios de hombres a dioses malos, ni tortura de prisioneros de guerra, ni muerte afrentosa a grandes criminales. Sorprende la moralidad inseparable de la conducta. Robo, mentira y pereza habían sido extirpados dentro de estas colectividades de labradores sanos de cuerpo y alma.
 
La naturaleza y la sociedad conducían al individuo por sendas invariables, desde el nacimiento. Los antepasados, sujetos de veneración, habían fijado el rumbo. Universalizada la tarea campestre, este contacto de la tierra, este alegre convivio, introducía una cierta igualdad entre los hombres, hijos de la misma madre (Pachamama).
 
El sistema de la propiedad, el régimen político, las creencias religiosas, las formas artísticas, el idioma, las ocupaciones diarias, todo confluye al mismo final: el mayor bienestar humano.
 
La supresión del derecho individual – que lleva a la hipertrofia del yo – conducía a la exaltación de lo colectivo: insumido el hombre en la sociedad y ésta en el cosmos, cierto panteísmo se hace medular en la ideología del Inkario. [7]
 
Gracias a este sentimiento profundo de sociabilidad que hacía a los hombres conscientes de su vinculación con los demás seres, había en el tawantinsuyano un sobrante de amor que buscaba sus cauces por la naturaleza entera, y hacía de cada uno un artista. Ayer para la alegría, hoy para el dolor, la flauta arrancaba de lo íntimo el amoroso sentimiento. No era el músico un profesional; todos los hombres sabían tañer la quena o el pinkullo.
 
La vida del inkano trascurría dentro del ritmo ligero y plácido de sus grandes danzas; era una danza con infinitas variaciones que seguía el compás inalterable de una organización colectiva identificada con la sustancia biológica de cada ser.
 
Examinando sus cantares y su música, las creaciones de la fantasía popular y de la inteligencia sacerdotal, se comprueba que nunca nubló el cielo inkaico la desesperanza; el fatalismo, el ananké no echaron raíces en el mundo quechua. El suicidio es algo desconocido en absoluto.
 
Tanta voluntad de vivir existió entre estos hombres que de este caudal se nutre aún la raza, y en cuatro siglos de dominio opresor [8]  no se agota. Sigue el indio peruano en su ruta milenaria; cree y espera. No han sido bastante a anonadarle los sufrimientos de la esclavitud. Cuando en el retiro de los ayllus escondidos en la encrucijada andina se ve libre de sus enemigos, renace en él, con todo el vigor y la lozanía primaverales de los campos, la antigua placidez de su alma. Y canta y baila y tañe la flauta y el tamboril marca el ritmo eterno de su confianza en la vida.
 
Social y amoroso, no perdió en la catástrofe de su cultura el vínculo que le une a la tierra consoladora y al cielo próvido, a sus viejos dioses, el sol, la montaña, el río.
 
Extendió el amoroso dominio al buey y al asno, sus buenos y pacientes auxiliares.
 
Libertad es cuanto piden para ser felices los aborígenes de América. Dejémosles serlo a su manera. Si nada nos tienen que envidiar, porque ellos conservan lo que el civilizado de occidente ya ha perdido: el sentimiento plácido de la vida, la alegre confianza en el destino, sin sombrías perspectivas, sin desesperanzas crueles.
 
Ellos lograron el bienestar, consiguieron la quietud: el alma y el cuerpo armonizaban en el universal concierto.
 
NOTAS:
 
[1] Entrojamiento: “entrojar” es guardar en la troj o troje frutos, y (especialmente) cereales. Troj es un espacio limitado por tabiques, y también es alforja. Diccionario de la RAE, Madrid, 1970. (CCA)
 
[2] Calistenia: ejercicio físico, esfuerzo muscular. (CCA)
 
[3] Alarife: maestro de obras, albañil. (CCA)
 
[4] Ayllu: comunidad inmediata unida por vínculos familiares. Un grupo de parientes, una familia ampliada que trabaja en estrecha cooperación. Del ayllu forman parte seres no humanos, como los animales amigos, y hasta no orgánicos, pero vivos, como la montaña y el río. ‘Marka’ es la aldea (y el territorio) del ayllu. El territorio forma parte del  ayllu, y el ayllu forma parte del territorio. (CCA)
 
[5] Perihelio: punto de la órbita de un planeta en el que el planeta está más cerca del Sol. (CCA)
 
[6] Vega: tierra baja, llana y fértil. (CCA)
 
[7] El autosacrificio, la renuncia y el inegoísmo – enseñados aun hoy por todas las religiones auténticas – eran características naturales en etapas anteriores de la evolución humana. Se pensaba más en los deberes de uno que en los derechos. Los derechos eran respetados de modo espontáneo, de la misma manera como se respira, y sin necesidad de la intermediación del pensamiento, de la polémica verbal, o de la lucha política. Esa intermediación, por lo demás, es con frecuencia ineficiente. (CCA)
 
[8] Este texto fue publicado por primera vez en 1937. (CCA)
 
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El artículo “El Sentimiento Plácido en los Andes”  fue publicado en los sitios web asociados el 22 de julio de 2022.  Se trata de una reproducción del libro “Mirador Indio”, de Luis E. Valcárcel, primera serie, apuntes para una filosofía de la cultura incaica, Lima, Perú, 1937, impreso en los talleres gráficos del Museo Nacional de Perú, 140 pp.  Ver pp. 9-16. Título original: “El Sentimiento Plácido”.
 
 
El pensador peruano Luis E. Valcárcel (foto) nació el 8 de febrero de 1891 y vivió hasta 1987.
 
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